domingo, 20 de diciembre de 2020


Sirenas


Homero, en el canto XII de la Odisea, relata el paso de la embarcación de Ulises junto a la Isla de las Sirenas.

No iba desprevenido, porque la maga Circe le había comunicado los peligros que todavía debía arrostrar antes de llegar a Ítaca.

Circe le había asegurado que las sirenas entonaban melodías maravillosas, encantando a los navegantes con sus voces cristalinas.

El precio de oírlas era la muerte y por eso le aconseja, finalmente, que ciegue los oídos de sus marineros con cera, pero que él sí las oiga, pero amarrado al mástil de la embarcación.

Canta Homero que se hizo tal y como Circe había recomendado. Y así, antes de llegar a la isla, la tripulación selló sus oídos con cera, mientras Ulises permaneció ligado al mástil, pero con los oídos abiertos a la seducción del canto.

Ulises oyó entonces a las sirenas invitarlo a escuchar sus voces, que eran de sabiduría. Quienes las escuchaban adquirían el conocimiento más profundo de las cosas que suceden en la tierra.

Ulises clamó entonces para que sus compañeros lo desataran, pero, sin prestarle atención, anudaron con más fuerza las maromas. De nada parecía poder servirle a Ulises su proverbial astucia ni sus estrategias fructíferas ante la cadencia del conocimiento.

Pudo vivir porque las escuchó sin atender a sus agasajos. Ante todo ello cabe preguntarse por qué es tan letal la verdad. Por qué la verdad de las cosas traslada al hombre a la aniquilación o, en la tradición del Génesis, a la expulsión del paraíso.

A mi me parece que las sirenas —o el paraíso— no son voces que nos convocan desde el exterior, porque vivir no es contemplar la vida, sino, más bien, dejarse enredar en sus embelecos y en sus dolores.

El ser humano, en realidad, nunca camina sobre roca, sino que boga sobre olas guiado por vientos caprichosos.

No es posible contemplar la vida. Hay que vivirla. Contemplarla es sellarse los oídos para permanecer ignorante de la verdad. Vivirla es encarar las voces de la tierra y aprender entonces a resistir el anhelo de perderse en la profundidad de las aguas.

Vivir es ir aprendiendo a hacer esperar a la muerte, hasta que el líquido amniótico de la sabiduría nos convierta en chispa abrazada a todas las chispas del universo.


domingo, 6 de diciembre de 2020

 Ícaro-Fénix


    Tras de un amoroso lance,

    y no de esperanza falto,

    volé tan alto, tan alto,

    que le di a la caza alcanze.


Así comienza un conocido poema de san Juan de la Cruz que bien podría describir la experiencia vital de cada uno de nosotros. La vida es en sí un amoroso lance que se apura con la ayuda de la esperanza. Cuando se es consciente de ello, se vuela tan alto, tan alto, que se percibe el amor en toda su plenitud.

Vivir es atesorar claroscuros, vaivenes y altibajos. Vivir es un maravilloso esfuerzo por conciliar los contrarios que conviven en nuestro corazón. Eso es volar alto. Eso es, en definitiva, dar alcance a la caza. La caza no es otra cosa que nuestro propio yo y la necesidad de diluirlo en la serenidad del nosotros. En ese instante los grumos del miedo se desenredan y el alma se expande hasta quedar deshabitada de circunstancias y accidentes.

Entonces no hay lugar para temer que se nos derrita la cera de las alas. Somos Ícaro saliendo del laberinto y volando tan alto tan alto que el sol fundirá cuanto nos sobre sin que caigamos al abismo. Y si caemos, reemprenderemos el vuelo transformando nuestro dolor en un nido de plantas aromáticas. El eneldo y el romero,  el tomillo y el cilantro, la yerbabuena y la lavanda, el incienso y la albahaca, el cantueso y el astilbe se arracimarán para acoger la crisálida de la que renaceremos. Seremos el Ícaro-Fénix.
Vivir y morir es regar la conciencia con la imperturbabilidad de saberse eterno.